El fonón es a la oreja lo que el fotón al ojo. Escisión plástica que tan sólo nos sirve para indicar que hay acontecimientos que se dirigen a la visión y otros que se dirigen a la audición. Sin embargo, si nos situamos en la partitura, ambos elementos se confunden, haciendo indiscernible qué órgano interviene en la experiencia sonora: si el ojo actúa auditivamente; si el oído actúa escópicamente. Debemos pensar que todo signo o código permanece unido a los estados emocionales, verbales y mentales del individuo, y que no es posible “capturar” el código o el signo sin despertar el complejo psicoperceptivo.

En la percepción sonora lo estético y lo acústico se mezclan, hasta el punto que, en ocasiones, resulta imposible discernir qué parte del organismo está actuando. Per–sonificación, personare, persona… son términos que llevan implícito, ya desde tiempos arcaicos, la combinación de máscara y voz, la idea de un individuo necesitado de plasticidad y sonorización para hacerse comprensible a los demás. Y esta necesidad de relación es la que marca la existencia de los diferentes registros o ritos en los que el fonón ha actuado o intervenido.
Cuando decimos “fonón” estamos considerando una doble lectura: la de la emisión sonora y la de la recepción sonora. Esta experiencia fue representada o inscrita por los griegos como phoné, palabra que es al mismo tiempo sonido y voz, trazo y emisión.
La “partitura” o matriz sonora, posee cualidades y propiedades tanto polifónicas como poliédricas o polimórficas. Es como un cronotopo o receptáculo capaz de registrar o de retener las diferentes progresiones arquitectónicas que va construyendo la música, diversos paisajes –sean los imaginados por Vivaldi en Las cuatro estaciones (1725), por Mahler en La canción de la tierra (1907), o por Bob Dylan en Blowin´ In The Wind (1963)–.


